Así como la capital del país es la sede de los poderes federales, el corazón financiero del país, el centro de la operación política nacional, la caja de resonancia informativa, entre otras muchas atribuciones que nuestro centralismo histórico ha concentrado, a ciencia y paciencia de un subdesarrollado federalismo, ahora habría que añadirle, a la alguna vez descrita como la región más transparente del aire, la de ser, también, la capital del ejercicio del derecho a la manifestación “pacíficamente violenta”, de acuerdo a lo que nos han mostrado los marchistas del magisterio, estos últimos días.
Como lo hemos venido atestiguando los capitalinos, ya va siendo costumbre que grupos provenientes de diversos estados de la República vengan a esta capital a reclamar el respeto a sus derechos, a demandar justicia, a denunciar atropellos. En general, a luchar por alguna causa en la que las autoridades federales o capitalinas nada tienen que ver, por ser competencia local, estatal o municipal, el tema de su controversia. Reminiscencias, sin duda, de los tiempos de gloria de nuestro sistema presidencialista, en los que el gran Tlatoani tenía el poder para resolverlo todo o casi.
Y ahora, aunque hay conciencia de que esos tiempos han quedado atrás, y que los equilibrios del poder de nuestra desarrollada democracia ya no permiten soluciones centralizadas tan fácilmente, resulta que los otrora críticos de las facultades meta constitucionales del titular del Ejecutivo, son quienes más extrañan los tiempos idos, al insistir en que sea, precisamente, el Presidente de la República quien atienda y resuelva todos sus problemas.
En esa lógica entendemos la presencia de grupos de manifestantes como la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), el Movimiento de Renovación Nacional (Morena), los de Antorcha Campesina, el Barzón, los 400 pueblos y otros más por el estilo, que han decidido hacer de la ciudad de México su sede para, con calculada intermitencia, expresar sus reclamos, pacíficos según afirman, siempre y cuando tengan libertad para establecer su plantón en donde les parezca, puedan marchar por donde quieran, bloquear el paso a quien sea y donde les convenga, insultar al que se les ponga enfrente y grafitear todo inmueble por donde circulen.
Y si alguna fuerza pública trata de contener su incontrolable energía, entonces su condición pacífica se pierde ante las limitaciones que el “gobierno represor” pretende establecer a su derecho de hacer lo que les plazca. Buena excusa para justificar la violencia con la que enfrentan a las fuerzas del orden, que tienen que actuar con prudencia para evitar que en un desalojo o en una contención vaya a salir herido un manifestante, y se les acuse de abuso de autoridad o de brutalidad policíaca.
Las movilizaciones recientes que hemos padecido en la capital del país, tienen más fondo político que otra cosa, y la prueba es la suma de grupos tan disímbolos en su origen cuya coincidencia en las demandas muestran el oportunismo de la coyuntura que los motiva.
Parece que tendremos que resignarnos a convivir con estos defensores del derecho a sus manifestaciones, pero intolerantes del derecho a disentir de los demás, porque es evidente que en sus marchas y bloqueos, hay una dosis de provocación bien meditada.
La apuesta es a que la presión social haga que la autoridad actúe en contra de los manifestantes, limitándoles su margen de maniobra, para desencadenar un movimiento a nivel nacional en el que grupos profesionales aprovechen el descontento y la inconformidad de algunos sectores de la población para reaccionar en contra del “gobierno que vulnera sus derechos”.
Habrá que estar muy atentos a estos grupos de oposición a toda propuesta gubernamental que, aprovechando la coyuntura del análisis de las reformas energética y hacendaria, que son las pendientes en el proyecto transformador del Presidente Enrique Peña Nieto, elevarán el tono de sus protestas con más estridencia que argumentos, como es su estilo, pues el objetivo es boicotear el programa del gobierno federal, como estrategia para su subsistencia futura.
Al fin de cuentas, su obsesión es el poder, en el caso de algunos, y la preservación de prebendas y privilegios, en el de otros, sin importar nada más.
Septiembre 9 de 2013.